Mi hermano Dani era un niño completamente normal hasta los ocho años. Era un niño muy alegre y risueño, muy nervioso, pero a la vez muy cariñoso; de esos que se hacen notar y querer. Prácticamente mi infancia ha sido él, siempre estábamos juntos, a todo íbamos los dos.
Le encantaban los animales , en especial su caballo Chocolate, los coches, las bicicletas… Pero a los seis años algo empezó a cambiar. En el colegio dejó de retener información, y al principio pensamos que podía tener algún tipo de retraso o quizás TDAH. Sin embargo, tras varias pruebas neurológicas, llegó un diagnóstico que jamás imaginamos: adrenoleucodistrofia.

Recuerdo perfectamente el día del diagnóstico. Estaba en casa de mis abuelos cuando mis padres llegaron de Granada con mi hermano. Mi padre hablaba por teléfono y mi madre estaba en shock, repitiendo una y otra vez: “Mi hijo se muere, mi niño se va a morir.” Me acerqué a mi padre, también en shock, y le pregunté: “¿Qué dice mamá?” Cuando me lo explicó, sentí cómo mi mundo se derrumbaba. Desde ese momento, una parte de mí se perdió.
En ese momento, Dani tenía solo ocho años. Ya había perdido la vista. Así, ciego, vivió un año más, y luego comenzó a perder poco a poco el resto de sus sentidos, excepto el oído. Dejó de andar, de moverse, de comer por sí mismo… hasta quedar casi en estado vegetativo. Han pasado casi nueve años desde ese momento.
Durante todo este tiempo he visto a mi hermano perder la vista, suplicar con lágrimas que quería volver a ver, llorar porque no quería acabar en una silla de ruedas. Lo vi dejar de moverse, de comer, de sonreír. Vi cómo se iba apagando poco a poco… pero nunca perdió su fuerza. Y por eso, después de tantas batallas, él sigue aquí con nosotros. Sigue luchando, resistiendo, enseñándonos a valorar la vida incluso en su forma más difícil.
Aunque ya no hable ni vea, hay algo en él que sigue siendo Dani. Cuando le hablamos de cosas que vivió antes de enfermar y le contamos recuerdos de su infancia, hace el esfuerzo de sonreír. Eso nos hace ver que no ha olvidado, que dentro de su silencio todavía está él.
Sus últimas palabras, antes de perder la capacidad de hablar, fueron para mí: me cantó el cumpleaños feliz. Nunca olvidaré ese momento; fue doloroso y bonito a la vez, porque en ese gesto me regaló todo su amor.
Esta enfermedad no sólo transformó su vida, también cambió la nuestra. Ver cómo tu hijo, tu hermano, tu nieto, tu sobrino o tu primo se apaga poco a poco es un dolor que no tiene palabras. Dani tenía apenas ocho años, y toda una vida por vivir.
Ver cómo avanza tu alrededor y sentir que tú te quedas estancada en el momento es muy duro. Ves cómo la vida de los demás sigue su curso, mientras la tuya gira en torno a una enfermedad que no da tregua.
Nuestro día a día se ha vuelto rutinario y monótono. Si no tiene fisioterapia o logopedia, se queda en casa. Mi padre trabaja todo el día, y cuando mi madre trabaja sus cuatro horas, dependemos de mis abuelos. Esa rutina constante crea un peso emocional y físico enorme. Sin darnos cuenta, a veces sentimos que nos apagamos con él.

La adrenoleucodistrofia no vino sola. Trajo consigo otras batallas. Mi madre volvió a sufrir ansiedad y ahora tiene dos hernias discales. Yo pasé por depresión y ansiedad, que hoy tengo más controladas, pero no ha sido fácil. Mi padre, aunque nunca ha ido a un especialista, también carga lo suyo en silencio. Su refugio es el campo, ese mismo lugar donde Dani solía ir tantas veces.
Yo he pasado por cuatro psicólogos diferentes en estos casi nueve años, intentando encontrar un equilibrio entre la tristeza y la felicidad. Mis padres, en cambio, nunca han querido ir. Y eso también duele, porque sé que todos llevamos una parte del peso.
Esta enfermedad nos ha enseñado mucho. Nos ha mostrado quién está realmente cuando se necesita, quién pregunta de verdad cómo estás, quién se interesa por Dani. Porque a veces un simple mensaje, un “¿cómo estás?”, puede ser más sanador que una sesión entera de terapia.
También nos ha hecho ver la falta de empatía que existe a veces. Hemos pasado por etapas de egoísmo y cero empatías que solo empeoraron el dolor emocional que ya teníamos. Pero, aun así, hemos aprendido a seguir adelante juntos.
A quienes tienen un hijo o un hermano, incluso estando sanos, les diría que disfruten del día a día, que no tengan maldad y que vivan sin hacer daño. Porque cuando te toca algo así, te das cuenta de que la vida es demasiado frágil para perder el tiempo en lo que no importa. Como dice el dicho: vive y deja vivir.
Porque al final, apoyarnos los unos a los otros es lo único que nos permite seguir caminando. Y aunque la vida nos haya puesto a prueba una y otra vez, seguimos de pie, porque Dani, con su fuerza silenciosa, nos enseña cada día lo que significa resistir.
Y a ti, Dani… aunque a veces solo te diga dos palabras o no esté tan presente como quisiera, quiero que sepas que te quiero con todo mi corazón. Me duele el alma verte así, sin poder disfrutar la edad que tienes, sin poder vivir. Como hermana, es un sentimiento tan duro, tan lleno de tristeza, que no se lo deseo a nadie. Nadie está preparado para ver cómo su hermano se pierde poco a poco.
Y con esto decirte Dani, que tú eres y siempre serás mi motivo para no rendirme.
Alba Aneas Medina
