Las tres muertes evitables de los hermanos Ricart Roca

Las tres muertes evitables de los hermanos Ricart Roca: "Si Dios existiera, no habría dejado que pasara esto"

Las tres muertes evitables de los hermanos Ricart Roca: «Si Dios existiera, no habría dejado que pasara esto».

Arnau murió a los ocho años en septiembre de 2015. Su hermano Marcel lo hizo a los siete en octubre de 2019. Unos meses antes, en febrero, fallecía su hermano Aniol.

Entre 2015 y 2019, Marta y su marido perdieron de una enfermedad a sus hijos Arnau, Marcel y Aniol con tan sólo ocho, siete y seis años. Las muertes podrían haberse evitado con una simple prueba no incluida en el sistema público. «Es la historia más triste que habrás escuchado jamás», dice ella.

Tres hijos muertos en tan solo cuatro años. Tres hijos muertos de la misma enfermedad. Tres hijos muertos a los que sus padres y su hermana van viendo morir poco a poco. Historias que sabes cómo van a terminar porque ya las has vivido. Una vez. Dos. Cómo dejan de caminar, cómo dejan de hablar, cómo dejan de comprender, cómo dejan de. Es comprensible que el lector no quiera seguir leyendo, que diga hasta aquí, que diga hoy no. Imaginen ahora a unos padres que no pueden elegir dejar de vivirlo.

De eso van estas líneas insólitas, pero no solo.

Van de tres hermanos que fallecen uno tras otro entre los seis y los ocho años.

De unos padres que asisten a la secuencia intentándolo todo, pero sin que sirva nada.

De una enfermedad hereditaria denominada adrenoleucodistrofia que se da una vez entre 20.000, que daña la membrana que aísla las células nerviosas del cerebro y que, en el peor de los casos, lleva a los niños a un estado vegetativo.

Y sobre todo va de algo que era evitable: estas páginas quizás no contarían tres críos muertos si, al igual que se hace con otras patologías, se incluyera esta entre las pruebas del cribado neonatal.

«Van dejando de hacer todo», habla Marta, la madre. «Te daba escalofríos ver que una semana no sabían buscar en el armario la ropa para vestirse, la semana siguiente se la intentaban poner al revés, la siguiente no sabían coger los cubiertos para comer, la siguiente dejaban de andar, la siguiente dejaban de hablar… De lo último que preguntó Arnau era que cuándo podría volver a montar en bicicleta. Una de las últimas palabras que dijo casi hasta el final fue ‘mamá’. Arnau al final ya sólo estaba en el sofá tumbadito, con su hermana junto a él… ¿Sabes lo que no perdió nunca? La sonrisa».

“Tenemos el jardín ideal, la casa ideal… Pero nos falta lo principal”

Recorriendo con los padres en un día soleado la hermosa masía que Marta Roca y Joan Ricart reconstruyeron en Taradell.

Una villa barcelonesa enclavada en la falda del Montseny-, no es difícil imaginar cómo era la vida aquí antes de la enfermedad, antes de la muerte, antes de este reportaje, antes de la frase Arnau murió a los ocho años en septiembre de 2015.

En el jardín hay un parque infantil tan grande como el de cualquier barrio. Hay árboles a los que trepar. Hay hierba cuidada como para echar un partido de fútbol. Hay espacio suficiente como para jugar al escondite inglés sin mover las manos ni los pies. En la casa hay habitaciones espaciosas decoradas como entonces. Hay trofeos de trial. Hay bicicletas y cascos de distintos tamaños que te invitan a una carrera con los primos y con los amigos. Hay chimenea frente a la que hacer un Lego.

«Sí», Marta abre los brazos y lo abarca todo, bueno, casi todo. «Tenemos el jardín ideal, la casa ideal… Pero nos falta lo principal».

Nos cuenta Marta que Joan y ella querían tener tres hijos, pero que fueron cuatro porque vinieron los gemelos, sonríe (lo hace mucho). Que la felicidad era ese caos tumultuoso de ser seis en casa: «Pañales, biberones, todos juntos al súper, los trabajos, ya sabes». Que aquí se juntaban «hasta ocho parejas, con dos o tres niños cada una».
«Hacíamos arroces, barbacoas, fiestas, no te imaginas lo que disfrutábamos con los amigos…».

Calla un instante.

«En el pueblo o en la oficina, veo a gente a mi alrededor con problemas insignificantes. No conozco a nadie que haya tenido el problema de perder a tres hijos por lo mismo. No es un hijo muerto. Ni dos. Son tres. En cuatro años. No se lo deseo a nadie. Por eso me duele ver niños hoy, lo llevo fatal, reconozco que siento envidia de esas madres que los tienen vivos, me imagino a mis hijos con la edad de los suyos…», comenta. «Sí, aquí en la masía estamos tranquilos con mi hija. Vamos dentro mejor».

“No recuerdo lo que me dijo la neuróloga porque, nada más empezar, a explicar lo que iba a suponer, me desmayé”

Arnau, el mayor, era tranquilo y perseverante: cuenta su madre que se podía tirar todo el día jugando a los Playmobil con su hermana Alba sin una sola discusión. También cuenta que Aniol era el gemelo extrovertido y sensible. Y que Marcel era el gemelo tímido y cariñoso. Y que…

«Ya te dije que estaría las 24 horas del día hablando de mis hijos. Mi mundo eran ellos y ahora me he quedado en ese mundo…».

Todo iba bien hasta aquel mayo de 2014 en que ocurrió algo extraño. El padre llevó a Arnau a una competición de trial y al volver le comentó a la madre: «Le he visto despistado, en vez de tirar por un lado, tiraba por el otro».

Otro síntoma de aquel verano: Arnau se lanza a la piscina y se golpea con el bordillo porque no mide bien la distancia.

Otro más: al poco de comenzar el colegio, la maestra les dice a los padres que el niño lo está desaprendiendo todo, que le cuesta coger el lapicero, que se está olvidando de leer. Algo inaudito ocurre, y lo hace rápido: Arnau empieza a leer en vertical en vez de en horizontal.

«El 6 de octubre nos dieron el diagnóstico en el Hospital Sant Joan de Deu. No recuerdo lo que me dijo la neuróloga Carme Fons porque, nada más empezar, a explicar lo que iba a suponer, me desmayé. Mi hijo duró 11 meses».

-¿Le contaste algo a él?

-Se lo explicamos como un cuento. Le contamos que tenía unas cositas en el cerebro que no le dejaban hacer las cosas bien. Que en cuanto le cambiaran la sangre [un trasplante de médula], iba a poder hacer todas esas cosas que ahora no podía hacer.

Cumplió los ocho en el hospital por aquella enfermedad impronunciable de 20 letras.

Al volver a la masía justo después ese mes de febrero, Alba comprendió que algo pasaba, que Arnau no era exactamente Arnau: le sacó la caja, pero el hermano mayor no podía jugar a los Playmobil. No era capaz de coger cosas pequeñas. Manipular un muñequito. Agarrar un coche de plástico.

Faltaba poco más de medio año para que falleciera.

“Vivíamos con el duelo de la muerte de Arnau, pero también con el miedo de que los pequeños desarrollasen la enfermedad”

Hay un montón de sincronías que explican aquella deriva invivible, lo que debieron ser los cinco años que transcurrieron entre aquel diagnóstico inicial de Arnau el 6 de octubre de 2014 y el fallecimiento del pequeño Marcel el 3 de octubre de 2019.

Por ejemplo. Cuando Arnau enfermó, los gemelos Aniol y Marcel tenían dos años.

Por ejemplo. Dos semanas después de que tuviesen el diagnóstico del mayor, tenían también el diagnóstico de los dos pequeños.

Por ejemplo. Una semana después de que Alba cumpliera los siete años, Arnau moría. «Le dijimos que no se le pudo curar. Se puso muy nerviosa a llorar. Se fue al lavabo. No lo entendía».

Por ejemplo. El día en que se celebró su funeral, los gemelos cumplían tres años.

Por ejemplo. A los 20 días de perder a su segundo hijo, Aniol, falló el primer trasplante de médula del gemelo Marcel.

Como si las malas noticias se enlazaran unas con otras, como si el insomnio no te diera tregua.

«Vivíamos con el duelo de la muerte de Arnau, la tristeza, la pena, pero también con el miedo de que los pequeños también terminasen desarrollando la enfermedad. Entonces decidimos vivir el día a día, protegerlos, Alba nunca supo que los gemelos también podían tenerla, no se lo dijimos a casi nadie, no queríamos dar pena en el pueblo, queríamos tener una vida lo más normal posible… Pero no iba a ser así, qué va».

Todo comenzó de nuevo con una llamada recibida el 13 de abril de 2018. Al otro lado del teléfono, una doctora les informaba de que la última resonancia indicaba que la adrenoleucodistrofia había debutado ya en los gemelos.

Entonces una madre cuelga el teléfono.

Y a continuación piensa que se va a volver loca.

«Aquel día, puffff… Empiezas a sentirte culpable, porque yo era la portadora de la enfermedad sin saberlo. Empiezas a cuestionarte, ¿y si hubiésemos tenido menos hijos?, ¿por qué tenían que gustarte tanto los niños?, ¿por qué no miran estas enfermedades al nacer? Estás enfadada con todos… Yo le decía a Arnau que hiciera algo, que no dejase que a los gemelos les pasase lo mismo que a él, que allá donde estuviera no lo permitiese».

Joan, el padre, viene un instante a la cocina, saluda, hablamos cinco minutos un poco por hablar. De un cava ecológico que hacen en la comarca. De la casa tan bonita (le decimos). Creo recordar que también del tiempo. Se disculpa. Tiene que irse. Prefiere que lo importante lo siga contando Marta.

Mejor ella. Mejor la madre contando lo incontable. Y lo cuenta.

Aquel trasplante de médula de Arnau salió bien, pero como el mal estaba muy avanzado no logró salvarle la vida.

En el caso de los gemelos, no pudieron acceder a terapia génica (era el plan a) y los trasplantes no salieron como se esperaba.

En realidad, son dos modos diferentes de contar una mal final.

Lo sabe Aurora Pujol, que es médico genetista formada en Francia y Alemania, investigadora en el ICREA (el CSIC catalán) y jefa de grupo de Enfermedades Neurometabólicas del Instituto de Investigación Biomédica de Bellvitge (Barcelona). También es la científica que más cerca ha estado de la familia.

«No he conocido un caso más duro que este en 20 años de carrera. Es lo peor que me ha pasado en todo el tiempo que llevo como científica», comienza diciendo. «Debido a la genética de la madre, había un 50% de posibilidades de que los niños desarrollasen esta enfermedad, y la desarrollaron los tres. Fue como tirar una moneda al aire tres veces y que las tres saliera cruz».

«En España estamos muy retrasados con el cribado neonatal, que lleva ocho años ya en marcha en Estados Unidos y cuatro años en Holanda», prosigue. «Con este cribado hubiéramos diagnosticado a tiempo a Arnau, y hubiera tenido posibilidades de salir bien del trasplante de médula. Para los gemelos hubiéramos podido hacer fecundación in vitro y
seleccionar embriones sin la mutación, así que hoy sus hijos estarían todos aquí».

«Las enfermedades raras en su conjunto (300 millones de pacientes en todo el mundo) son igual de frecuentes que el cáncer y producen el mismo gasto a la seguridad social. Necesitamos más agilidad en implementar los avances en la investigación (terapia génica) y el diagnóstico (cribado neonatal), para evitar estas tragedias en otras familias».

“Cuando le dijimos que su hermano gemelo se moría, sus gritos se oyeron en toda la planta”

A raíz de la muerte de Arnau el 11 de septiembre de 2015, Marta emprendió una carrera desesperada para poner a salvo no ya a sus gemelos (ya era tarde para el cribado), sino para poner a salvo a todos los recién nacidos en España que vinieran detrás. Consiguió 23.000 firmas sólo en su comarca. Logró hasta 700 donantes de médula. Marta y la urgencia.

Pero nada: aquellas firmas deben de acumular polvo en algún cajón. Luego vino lo irreparable. El 2 de febrero de 2019 moría Aniol. El 3 de octubre del mismo año lo hacía Marcel.

«Marcel estuvo ingresado cinco meses. Cuando le dijimos que su hermano gemelo se moría, sus gritos se oyeron en toda la planta. Estaba desesperado. Era el gemelo dependiente. Le decía al hermano: no me dejes. Se pegó a él durante una hora, llamándole… Así que nosotros dejamos de creer en dios. Porque si hubiese existido un dios no habría dejado que pasara esto».

Aquellas Navidades del 2019 Joan, Marta y la pequeña Alba hicieron las maletas y se fueron lo más lejos posible, a Costa Rica. Luego vendrían la pandemia, el confinamiento, los niños en casa con los padres todo el día. No sin asombro, Marta recuerda que la gente se quejara de esto último.

«Es muy difícil la gestión de las emociones. No siempre estoy igual. A veces estás haciendo algo o estás con alguien y te ríes, y entonces te sientes culpable. Culpable porque ellos no reirán más, ni tendrán novia, ni irán a la universidad, ni nada».

Marta nos manda correos electrónicos muy hermosos de varias páginas porque le viene bien contar, dice. Marta vuelve a recordarnos las fechas de lo sucedido una y otra vez. Marta da las gracias y nos pide perdón porque, sostiene, «esta es la historia más triste que habrás escuchado nunca».

En el último correo nos cuenta algo que es necesario compartir. Les podrá parecer banal, pero les aseguramos que no lo es.

Lo que dice la madre es que Alba es muy valiente. Y que, cuando está mal, va al jardín donde tienen las cenizas de los hermanos y habla con ellos. Y que monta un caballo que se llama Valkim y que Valkim le da mucha paz. Y que tiene un perro que se llama Sky, que significa cielo en inglés. Y que de mayor quiere estudiar Psicología infantil. Y que sonríe igual que ellos. Y que la ciudad de Madrid estaba preciosa el otro día que fueron de viaje los tres. Y que mereció la pena ver el musical de El Rey León. Y que tiene 13 años y aplaudió mucho.


Desde Ela España Asociación Española contra las Leucodistrofias queremos agradecer a El Mundo y a Pedro Simón por cedernos estas palabra de Marta contando como una Leucodistrofia acabo con la vida de sus tres hijos. Tres muertes que se podían haber evitado.

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